Ese hombre que ha fabricado un instrumento callejero con simples botellas de licor, colmadas a la medida con agua, según la escala de siete notas, debe ser un genio subterráneo que se ha disfrazado de mendigo.  

En la noche de la Colmena, aciaga y malevolente del lado en que vivo, surcada de busconas, marineros de gruesos capotes, sin gorra y ávidos antes de agotar el permiso; de pordioseros sabios y despatarrados en las calientes rejillas de los respiraderos de los sótanos, como mártires que se asaran en parrillas, de puestos clandestinos de chifa que aparecen en la noche y desaparecen con el alba; de gente flaca y gorda, según un capricho del destino; de travestis-lumpen, tomados del brazo; de seres macilentos que aguardan un autobús bufante que los lleve a sitios indescriptibles…Allí, en la semitinieblas de Lima de medianoche, el músico de las siete botellas arranca con dos cucharillas sones cristalinos y exactos…

Un coro de transeúntes escucha ese milagro callejero. No se percatan, hasta verlo delante de ellos, de que el poder de la música pudiese ser conjurado con siete simples botellas que fueron de ron Cartavio, Whisky falsificado o vino chileno. Nos quedamos con el alma en suspenso. El concertista es muy joven y hasta hoy no sé si es lisiado, pues nunca abandona su posición yacente mientras repica como su solista de marimba, de celesta o de copólogo, o del vibráfono más sofisticado, marchas bravías, tangos inmortales, pasajes de ópera, y se luce con tonadas de salsa y guarachas.

Recuerdo las tardes de México y los trovadores de marimba que acuden a las puertas de los restaurantes populares, sobremesas fantasmagóricas que me transportaban a un estado de conciencia extático…pero este músico ha plantado su limosna y el repicar de sus monedas es muy esquivo….”vamos apúrate”, dicen, y lo abandonamos…