Existen lazos misteriosos entre un bar y el bebedor. El hombre tiene en sus manos la poesía y puede hacer con ella lo que le venga en gana. Pero es también cierto que es juguete del medio devorador. El hombre tiene siempre vocación de rebelde ¿pero cómo liberarse?  

Si el sueño es la antípoda del pensamiento, uno iba al bar Berlín a agotar la palabra, y el trasfondo de la palabra estaba en un jarro de cerveza servido por mozos con su carga misteriosa de vida, porque estos mozos limeños lo eran por vocación hasta la muerte…Y en las mesas de mármol servían rábanos y cebollas chinas, como un bodegón de Cezanne, que te aumentaban la sed, porque uno sorbía la alegría del chop y el chop te pagaba con la moneda del júbilo centuplicado y uno era dueño del mundo.

El bar Berlín está en el jirón Ucayali, junto a Baselli, frente a Colville y a un paso del pasaje Olaya. Su socavón de largo mostrador, archivo de vinos y maceraciones de serpientes y hierbas, estaba al cuidado persona de tres hermanos de aspecto europeo. Hoy solo queda Alfredo ¡Qué rostro el de Alfredo! Inmutable y bondadoso cual un capitán de los cuentos de Conrad. Uno tiene necesidad de esos rostros para volver a nacer. Queda un viejo mozo de cara impasible y cetrina que vigile, como cuando yo era muchacho, que no me coma furtivamente las aceitunas ¡Qué reproche legendario en aquella mirada!

La algarabía no se ha perdido, pero está en otras bocas, y han remozado el aire entre bávaro, londinense pulpero y náutico. Disfrutan por el mundo individuos para quienes el arte y la vida han dejado de ser un fin, y todo el mundo babea ante su fama. Pero qué confortante es toparse en la barra con un antiguo y fiel parroquiano. La última vez que de codos devoraba un bacalao, me encontré con el actor Hudson Valdivia y en la tregua del tiempo reflejados en el espejo eterno del muro del bar se agoló la colección de imágenes de inviernos pasados en el Berlín, con el tobillo embriagado en el oro del aserrín y la mirada viva hasta que cerraban la puerta y nos quedábamos en la divina humanidad de nosotros mismos.

-“¡Vino de la casa, Alfredo!” Lo que aquí coreaban tal idea están ahora en las trincheras de los escritorios. El bebedor regresa del confín del mundo a su bar preferido, y solo allí es feliz.

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