Como un mandato recibido en sueños, uno se encaminaba al pasaje Olaya y recibía el choque cálido de los perfumes de “Mosquera y Morales”. Nadie ha visto una época recostarse entera, pero sí el pasaje Olaya con sus mesillas de D’onofrio, en sus tinieblas elegantes, imposibles por extranjeras. Allí, criaturas dulces y amistosas revolvían la cucharilla corrigiendo el error de la vida en la taza de chocolate.  

¡Pasaje misterioso de las almas. La enormidad decimonónica de Oeschle, su suntuosidad, lució vitrinas de juguetes colmadas de teatros de muñecas y cantarinos carruseles, un pedazo del día del mundo, y su perdida distinción medían nuestros pasos en la animada soledad del pasaje Olaya!

En los altos de “Mosquera”, la importadora Lituma traía el sortilegio de los fardos de telas fijadas por trocitos en muestrarios de refinamiento alcanzable con un dedo, género para una moda que la imaginación perdió, en definitiva. Del extraño jirón Ucayali con edificaciones de tres pisos, que hasta hoy contemplo derrengadas, pero mayestáticas desde el balcón de la pensión chilena mientras mi madre se abanica. El paseo de zancadas lentas del pasaje Olaya se va ha desvanecer cuando lo remodelen o transformen en un bullicioso emporio mercantil.

Yo solamente le pondría faroles republicanos y bancas clásicas, quizá solo me aplaudirían los espectros del más peregrino baile pero ¡qué se puede contra el huracán de las desilusiones! Arderán teas lumínicas, y ya no será respirable la atmósfera de oceánica fragancia. Adiós jabones encantados.. ¡Hablemos alto aunque estemos solos!

¡Adiós pasaje Olaya!

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