Abran y cierren los ojos cuando aborden el nuevo Jirón de la Unión. Hagan surgir la longevidad extraña de la calle Boza…Calle donde se apagaba el ruido del mundo porque se desembocaba en la Plaza San Martín….En la esquina con el portal se eternizaba un gato…
Ahora bien: la vida, como escribía en su diario Virginia Woolf, se acumula con tal vertiginosidad, que no da tiempo para consignar el caudal de reflexiones y experiencias al paso, y recuerdo que añadía que el proceso de desechar lo viejo es igualmente triste.
Al indagar en el escaparate de la farmacia de la esquina del Jr. de la Unión y el portal de Zela, me clava en el sitio la decepción de no ver al gato que años tras años, allí se exhibió hermético, con aplomo de sultán, ovillado y durmiendo a pierna suelta, concediendo letárgicas miradas al trajín humano. Siempre amodorrado, ronroneando de narcisismo, echado de panza, consciente de la admiración que producía en quienes se sobreparaban a contemplar boquiabiertos aquel privilegio inusitado que de golpe les revelaba su inferioridad humana.
El gato de la farmacia encerrado en la vidriera, bostezando cual divinidad en el tempo de Busbatis, ese gato persa de pupilas asiáticas, bien comido y aislado del mundo por el vidrio protector, fue una lección diaria de parsimonia: su código de valores era tan majestuoso y sucinto, que se limitaba a dormitar y desentenderse del mundo.
¡Qué despótica ociosidad!
Entonces Lima era hermosa, toda leonada como un tapiz mágico, en invierno, y aquel gato venía como anillo al dedo cuando uno necesitaba de su mirada huida del tiempo.
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