Está bien: el tiempo no tiene la misma duración en todas partes. Y sabemos que el deseo más fuerte es el de atribuir magia al pasado. Pero una cosa es cierta, y es que estamos viajando por los momentos de un sueño y cada uno de ellos se nos pega al alma según la intensidad con que lo vivimos.
¡Miren esa cortina de terciopelo negro desgarrada! En ese local de una esquina de la Plaza San Martín estuvo el “Embassy”, como pórtico de la leyenda de la ciudad de Kitezh, y hoy—después de sucesivas refacciones y adaptaciones al gusto cruel y grosero de la época-exhibe coristas curtidas, y nadie diría que el cortinaje constelado con un monograma de cábala, daba paso, en las noches cinceladas por la luna, al baile solitario de los amantes.
Uno entraba refrescado y purificado al recinto para cortejar la esperanza, abriendo y cerrando los ojos, como ocurrió la segunda escaramuza habida con aquella mujer que vie en la esquina de la Virreina, y por la que vendí todos mis libros y hasta el alma. La conduje al “Embassy” bajo el verdor de los árboles palidecidos por el plenilunio, y temblaba en el torrente de la excitación ¡No tenía ni 20 años! Del brazo de esa mujer de ojos carbunclo lo que conquistaba y perdía según las burlas del espíritu. El portero parecía sostener una conversación con el olvido y nos saludó, descorriendo un velo invisible.
La elegancia babilónica de ese cabaret tenía el tufo grave y suntuoso de una fascinación organizada. No había nadie, y nos acomodó un “maitre” que acentuaba el orgullo furtivo del loca, y un mozo alto, argentino, que guardaba el poder de su exilio con cortesía extraterrestre, nos trajo sendas copas de Martini de ámbar con una olvida en el fondo, y la violenta modorra de esa turbación se alzó al cielo, como si bebiéramos el veneno del amor. ¡Qué hermosa es la falta de dominio de sí mismo en el instante de traspasar los límites de la realidad!
Un orquesta que permanecía oculta asumió un tango jaspeado de violines y dancé con ella en el redondo mármol de la soledad
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