¿Cómo voy a olvidar a ese viejo sordo uruguayo que tenía una librería diminuta en la calle Panteoncito? ¡Benditas sean sus cenizas! Y si nadie en este mundo vuelvo los ojos a la mansedumbre de corazón de este viejo alto que se inclinaba haciendo bocina con la mano en la oreja para escuchar “deme el último cuento de Calleja”, y si nadie en este mundo, repito, se acuerda de él, pues vaya esta jaculatoria por esa tienda en la calle azul, breve y corva que remataba en el terraplén del tren piteador de ojo amarillo que horadaba las mañanas.  

Ah, calle de la Toma, la Palma y esa otra de Panteoncito, todas cuesta abajo del río bramador… En su covacha, el librero cebaba su mate chupando la bombilla en el claro oscuro de su mágico almacén…Todo en esas calles ha sobrevivido: el vasto billar verde y nocheriego de jugadores melancólicos apuntando triunfos en un cordel, la peluquería enana y blanca de espejos tramposos con sillones de tortura, la verdulería chiquirritita rebalsando lechugas, la carbonería en la que de un chino tiznado emergía. La funeraria alegre y suntuosa, los balcones de Alfonso, pero él ya no está, ni extiende sus toldos ‘Ichikawa’ en la esquina de Aumente.

No obstante que el invierno corroe sin desgastarlo, en el barrio ya no hay mujeres atormentadas y pizpiretas, maravillosas neuróticas resfriadas, de largas piernas y escote delicado, que iban a las funciones de “femenina” del cine “Alfa” y salían con un pañuelo en la boca, asqueadas de la realidad que las volvía a atrapar…

Veo el viejo librero gigantesco, como si él mismo fuese uno de esos seres mitológicos de las ilustraciones de los cuentos que vendía, -yo jamás he dejado de evocarlo- en camisa, solo y feliz en su covacha que apretaba ese olor intenso a papel y a cola de encuaderna de las precarias ediciones que, aun viniendo de Argentina, llegaban ardiendo de novedad y exhalación de imprenta.

Yo fui allí desde el lejano Barranco a comprarle tomitos de “Tor” y “Molino”, y lo que quedaba de “Calleja” y el gigante envejecido como una pirámide, me reconocía, se inclinaba como cuando yo era un niño. “Ya llegó”, me decía con su voz bronca y viril, refiriéndose a un número de alguna serie de Sexton Blake que le había pedido incontables años atrás…

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