¡Amigo, no difieras nunca del goce secreto de la vida! En esa calle seca, en la que reverbera el murallón del tempo de San Pedro, tardaba tardaba el alma en revivir, luego de cruzar ante el portón que da paso a colecciones de fastos históricos salvadas del saqueo de los chilenos. En la solana del verano de la Biblioteca Nacional, la casona parecía tener la sombra de Ricardo Palma, sobre la acerca de números pares. ¿Cómo hallar el recuerdo del viejo fantasma tutelar? En la acera de números impares formaban apretada fila almacenes de lejanos emporios representados en Lima por compañías comerciales de nombres de ultramar…Aquello parecía arrancado de una página de Conrad… El portón de la Biblioteca Nacional, pensativo y sujeto a horarios, reforzado con chapas de hierro, abría sus hojas en punto para devorar al lector bajo la severa mirada de barrigudos bibliotecarios sesentones, de guardapolvo áspero y gafas macizas, que lanzaban rayos de desconfianza. ¡Qué tesoros no se guardaban en sus altos armarios de vitrina, apretujados en el orden eterno de la clasificación!  

La Biblioteca Nacional, desde el año 1821, que fue fundada por San Martín, abría sus puertas de 1 a 5 de la tarde. Rehecha y rescatada por Ricardo Palma, ofreció sus cien mil volúmenes, durante el cuarto de siglo que duró su gestión: en ese recinto terrible y amado, uno se empapaba en la huella nitrosa del genio de Paula Vigil y Gonzalez Prada.

Yo entré temblando con mi carnet escolar, por que ya regía el horario matutino, y el bibliotecario de cabeza socrática y lentes penetrantes podía impugnar la visita de un escolar en horas de clases. Me examinó con sus pupilas de présbita, remiró el carnet y me trajo el grueso tomo de Vicuña Mc Kenna que yo había inscrito en la boleta. Era invierno y colgaban del elevado techo de lámparas acampanadas, las salas absorbían la difusa luz de otro mundo, remataba los anaqueles de noble madera otra galería de armarios.

Ni la Biblioteca de Alejandría tuvo más fábula en mi alma temprana. Nadie chistaba. El ojo del tiempo esparcía su luz difusa en una paz lóbrega; se me helaban los tobillos leyendo las hazañas del guerrero de mi sangre. Si la esencia de la vida es el presente, allí el pasado lo había aherrojado para visitar el alma…Al salir a esa calle más gris que lo gris, con ojos sombríos alzados al cielo dejaba a mis espaldas los portones de la Biblioteca, con el alma liberada por el saciado torrente del deseo: agitación y dignidad, ediciones herrumbrosas. Sí, el alma ha pecado al renunciar a su estado de felicidad que fue el solo callejear por esas calles de mis razas, patria primitiva de la benevolencia. Pero aún se refugia en el murallón de San Pedro, amarillo como el invierno, la sombra de la noche de la calle Estudios, tan vecina de las plantas aromáticas de la calle Zavala, su contigua. Un incendio destruyó la Biblioteca, pero sigue allí insomne, purificada de inmaterialidad.

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