Para los que no saben: los inviernos de Lima son de parafina que envuelven a la  ciudad en perlada concavidad acuosa. Los inviernos de Lima aprietan el corazón y demudan los oídos. No son inviernos ortodoxos sino odoríferas estancias, en las que se está como dentro de un acuario. Son inviernos grises posesos de una acústica desafinada, como si una orquesta irreal ensayara detrás de la cortina de grimosa expectación.

Los inviernos de Lima están hechos de tranvías chirriantes. De cúpulas africanas. De minaretes ensangrentados. De vidrios apabullados. De raíles bruñidos. De cielo apelmazado cuando llovizna y de techos infinitamente orinados por gatos y locos.

Los inviernos de Lima no se parecen a ninguno por la sencilla razón de que están entre el cielo y la tierra y participan de los extraños poderes atmosféricos que procuran una ionización demoníaca, exultadora de vergonzosos acnés, de blanda esquizofrenia, de rumores inextricables.

Los inviernos de Lima no anteceden a la primavera ni preceden al otoño. Vienen de un oscuro piélago donde se fraguan estaciones mandadas a hacer a la medida por dioses en estado de iniquidad.

Los inviernos de Lima tienen una edad islámica, pero al mismo tiempo se presentan como una virgen rediviva. Parece que si no llegara el invierno a Lima, no rodaría el mundo. El sol no lo importuna, coloidal, asoma fosforescente y pálido detrás de las estepas siderales cargadas de agua y todo es un cierzo friolento que corre libre en la gloria túmida del romadizo.

Los inviernos de Lima aspergian una neblina ácida en las mañanas y encapotan con su niebla significativa las noches desoladas. Si bien este invierno no tiene alma de poeta léutico, está asimismo munido de mordiente vitriolo que devora los nervios...

Y mora en las terrazas de barro, y en los zaguanes diamantinos en las foscas escaleras de tuberculosa demografía. No solo se entroniza en las iglesias morunas y revca al aspecto de todo con sus manos ausentes, de garúa, también levanta el sexo, opulenta la sensualidad, hace deseable la vida a su manera, y abre un apetito distinto a cada poro de la piel propicia y en cada sentido funda en cada año una nueva ilusión.

Las gentes circulan tardías por las calles pulimentadas, color de plomo, gentes perfectamente horizontales con respecto a las edificaciones balconudas cual galeones españoles, balcones pintados hirvientemente, de madera mordida por alarifes.

Las iglesias hedían a zahumerio, vidriadas con toscos cristalones color burdeos y malva de botella.

Los tranvías, ruinas gualdas, rechinaban coronados de basura, que arrojaban los duentes desde los techos, y así andaban rodando como animales cargados de fantasía, cual el río amarillento, miaus de gato lamedor de pétreo puente.

Mil iglesias de barro florecían doquier. Iglesitas para enanos, para gatos, para buitres, para viejas momificadas, para sordomudos, para mendigos oxidados, para grandes señores falsificados, para esquizofrénicos candidatos a la presidencia de la república, para ladronzuelos repudiados por la nobleza de la ira, para señoritas de lasciva encerrada, para místicos de segunda mano, para todos y para nadie.

El palacio de Pizarro solía abrirse cada 28 de julio desbordando pretorianos chapados de bronce y chatarreras sanguinolentas, con yelmos refulgentes, enrristradas las doscas lanzas. Los coraceros de negro y oro, jinetes en corceles de cartón escoltaban a la carroza del presidente mostachudo...

Salían también los dignatarios, feos enanos, llenos de cinta ratos y espadines.

Comencé a distinguir entre brumas a los gatos, las ratas imperiales, mi casona agusanada de espejos delirantes. A los duendes y pulgas, dioses tutelares de la ciudad. Mi casa era un castillo pleno de molduras, pasadizos y pirámidales, rejas forjadas, balcones óptimos, entablados endebles. Los muembles tocaban el techo y macetas sosas, en las que habitaban geranios y helechos errabundos, corrían por los patios abandonados. Había también pajarillos tristes, encarcelados en sus jaulas de alambre. Perros callejeros que se convertían en tapadizos caballeros de la noche. Perro huéspedes procedentes de mil cruzadas razas al igual que los amos, ah, y temblores de tierra anidados en todos los rincones.

Desde mi balcón se avistaba la calle tersa, transitada por aúas-aúas Fords, Plymouths, Hispanos-Suizos, etc, carretillas de maniceros que en las duras noches exhalaban por sus escapes a vapor un pito lóbrego, cual locomotora ortopédica. ¡Y el cielo!.... Un cielo surcado eternamente, por los buitros peregrinos, pomposos, de negros chaqués, de arrugados cuellos, ávidos y macabros buitres...buitres...buitres...

Viejas de oriental mantón negro, gastaban las aceras con sus zapatones que encarcelaban juanetes descomunales. Pilluelos asomaban por los despanzurramientos.

Policías contrahechos valicaban en las esquinas, y borrachines entre quienes se encontraban mis tíos Pedro y Tomás, eran los testaferros de las cantinas de chinos y japoneses fruncidos, inmutables. Las carbonerías se desmoronaban. Las panaderías se quemaban. Heladeros con sus cornetines tocaban a la carga. Y los turroneros operaban sobre la miel, rivales de los melcocheros que se envolvían en sus mundos de masa enlozada. Los melcocheros morirían algún día bajo los tentáculos de melaza. El cambio sobrevivirían los turroneros, ventrudos, casi reyes. ¡Ah, y los afiladores italianos que tañían su flauta de pan al atardecer con su reclamo cromático, desbaratando los pólipos de las tinieblas!... Se pegaban al véspero como sombras hasta desaparecer.... Y las cúpulas miliunanochescas, los panzudos ábsides, todo iluminado pobremente como un cuenta de Calleja.


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