Si el cobre despierta al clarín, el cumpleaños de mi madre despertaba a Lima porque estamos hechos de la ciudad que amamos, y yo jamás he representado otro papel que el de amador de la grisura y el milagro de esta ciudad que brota del pensamiento en forma de leyendo oriental. 

Yo no he necesitado fabricarme el mundo. Lo tomé de una dama de alta frente y de ojos que traspasaban la alucinación de la vida. Yo bendigo el camino develado por esa casta de mujeres de Lima, de moruna pupila y piel de nácar. Mi infancia transcurrió en un palacete que se niega a sucumbir, de rejas de ensueño, cuya labor era el pasmo del extranjero, tan admirables que se detenían y decían: "¡Ah palacio, no me despiertes!"...

Cada 13 de agosto, los fantasmas de los enceradores, de los carpinteros y vidrieros, empapeladores, y pintores, dan el último retoque, y no son las cosas del pasado las que me consumen, sino ese 13 de agosto grabado con fuego, que paecía que entraba en una casa nueva que elevara el sentido de la vida, y veía nuevamente a mi madre alta y de hermosura inapelable, de ojos cirenaicos y profundos como la vida misma, el gran cuello desencadenado de perlas, y a mi padre, serio, ensimismado en esa fiesta arrasadora y brillante. 

En los corredores de los helechos, aspiraba la violencia del aromo de jazmines, narcisos, rosas violetas, jacintos, anémonas, claveles, ranúnculos y geranios, y mi madre, desembarcada de un enorme coche, se veía de una belleza tan asombrosa que los invitados perdían la noción de sí mismos, y a mí me torturaba la impaciencia porque empezase la orquesta decrépita y obsecuente, a fin de acallar todo ese esplendor que duraría horas. 

Horas que serían siglos, en que los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor del bermellón de las alfombras. Y en este presente que no sabe más que vaticinar cosas desagradables, mi alma se detiene con una larga mirada el 13 de agosto de cada año, y corro escaleras abajo en contra del oleaje de invitados, precoz y desaprensivo enamorado de la más bella, y siento el contacto de las estolas de piel, y suben portadores de flores y "helenas" y mi madre más allá de la emoción y la dicha, con un tocado arrancado a la historia, en ese sueño real de toda realidad del que jamás quiso despertar, tanta es la virtud del júbilo, sonreía, y yo quería que no acabara esa risa nunca, tanto era su cristal y su oro, que acallaba el agua cantora de los jardines. 

Una risa que penetraba tan intensamente en mí, que me percataba que el hombre ha sido colocado en el mundo para rendir culto a la belleza, y desde entonces la sensación de la huida del tiempo tiene la valla de esa alegría, y en ese manantial bebo, y todo mi ser trepida con el furor del recuerdo, como si la Luna jamás hubiese dejado de iluminar Lima. 

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