Plazuelas de Lima de bancos sin espaldares y árboles murmuradores bajo un atronador cielo de plata: estoy vivo y con las alas desplegadas mientras me pida el cuerpo desplomarme en uno de esos bancos en la selecta área metafísica de una plazuela de cantorrodado y seca pileta, y me hagan lugar entre ellos, seres contemplativos y silentes.
En las plazuelas de Lima pervive una quietud magnética de parcas nubes, y el turronero aguarda de brazos cruzados desesperanzado de clientes, de cara a la eternidad, y se arrastran por aquella aislada paz, viejas milenarias de tocas negras, y el lustrabotas relee revistas arcaicas, mientras sonríen a la realidad deslumbrante desde el fondo de su puesto, las marchitas estampas de Ken Maynard, Gardel y Valentino, al lado del feroz alineamiento del "Alianza" y la efigie del Padre Urraca. Todo está trabajado y yerto en las plazuelas de Lima... Todo embalsamado en una atmósfera libérrima, fantasmal y detenida en su propio tiempo. Nosotros, seres enfrentados a la adversidad, nos apretujamos: porque aquí lo que está en juego es el infinito.
Plazuela de San Marcelo, remanso macilento que en las noches titila de faroles mortecinos, plazuela amparadora de lúgubres enamorados.
Plazuela de Santo Domingo, mitológico rincón arbolado frente a la más inimaginable torre, en jaque del reloj del Correo flotando en el invierno inmortal.
Plazuela de San Agustín, asordinada por la amargura de verse prisionera de bloques de cemento, vive allí el espectro de la botica "Venecia" y juegan niños fantasmales sin percatarse del torturado imafronte de la iglesia suspendido en el vacío por las obras de refacción.
Plazuela de San Lázaro, hirviente y azulada, incólume rincón imperecedero, indestructible.
Plazuela de la Buena Muerte, prodigiosamente a salvo del zarpazo del mundo, amarilla y flanqueada por las ruinas de pulperías estáticas.
Plazuela de Santa Clara, deformada pero enhiesta, delante del Molino obediente a la imaginación del Canaletto, amados despojos de los Barrios Altos.
Plazuelas despostilladas, olvidadas y vejadas a pedradas, reventadas a pelotazos los vidrios de sus balcones agónicos.
Un verano musulmán recalé en la plazuela de San Sebastián, y en el desmantelamiento perenne y sin tregua de esta parroquia barrida por los vientos, en que se dice misa a la intemperie y cuelgan los penachos de las palmas en la rosácea miscelánea de los atrios, en ese estado de emergencia misérrima, se celebraba una boda humilde y la novia era fea, y las damas de honor gráciles y desafortunadas y el novio digno y de chaqué alquilado, de suerte que la ceremonia parecía un espejismo, y como el melodium esbozara a Wagner, se suscitaba cierta superrealidad estrambótica y mística. La noche sofocante insuflaba un anhelo indescifrable y miríadas de pájaros chillaban en los intrincados ramajes de la plazuela, expuesta a la negra noche. Y de pronto un céfiro misterioso casi me arranca del suelo, y sólo pudo retenerme la brutal realidad del olor suculento del pescado frito en llamas por una negra vivandera en la vereda del frente.