Viejos almacenes de Lima de nombres franceses, vastos y olorosos, de altísimos anaqueles, cuya rica interioridad me vinculaba al negocio que allí se ejercía, fuese de papelería o de géneros y me tomaban de pies a cabeza con el misterio de su mercadería y la belleza de las dependientas, blancas pobres de ojos intensos como esclavas de un mercado musulmán.
No puedo pasar por la recta del Jirón Ucayali sin sentir el vaho que perdura, quizá nada más en mi imaginación, de esos locales de fondos inexplorados para el parroquiano enfermo de curiosidad… La pesada madera de las puertas plegadizas y los toldos, que ya nunca la manizuela del propio gerente rubicundo y con saco de lustrina, desplegarán como un velamen con chirridos. Los almacenes están aún pero los personajes y el desfile de peatones parece que se han trasmutado… Que una ciudad ignota de raza y espíritu diferente ha ocupado el corazón del centro de la ciudad; no obstante, están allí “Colville”, de pie, santuario de madera, inmensa librería y papelería que mis pies de niño hollaban en abril y estremecido de miedo placentero. “Mosquera y Morales” con sus perfumes reconocibles en la eternidad del pasado. Todo ese ámbito de Plateros de San Agustín a Plateros de San Pedro, consagrado a una sucesión de almacenes de escaparates colosales de vidrio y madera noble, ahora semivacíos y con liquidaciones de saldos amarillentos, quizás reposando sin comprador, desde que empezó la ruina de la ciudad…
Recuerdo al gerente de “Colville” pasando revista a sus empleados en los inviernos de encanto y neblina carraspeando:
-¡Jum!
Y con esa seña mágica todo cobraba una disciplina prodigiosa.
Las cajeras entornaban las pestañas, y el decorados daba los últimos toques a las pirámides de papel crepé y disponía con raro arte los compases deslumbradores en sus estuches de terciopelo y los lápices vírgenes en los de perfumado naranjo…
-¡Jum!
El gerente alto, rollizo y calvo luciendo gemelos en los puños e imperdible de oro en la corbata asomaba a las puertas de su reino, mirando la perspectiva de la mañana. En una esquina, el majestuoso hotel Maury de espejos delirantes; en frente, el pasaje Olaya dejando ver el Palacio de Gobierno de una planta, perfecto y enigmático, que sería destruido para edificar el actual, mustio y pretensioso. Del otro confín, impedida la mirada por un acumulamiento de balcones suntuosos (sin parar la pesquisa del vistazo porque formaban una doble fila de mascarones de proa) se veían las altas torres de San Pedro...
El gerente de “Colville” se metía en sus dominios, justo cuando yo pasaba a la carrera al claustro de San Agustín.
-¡Jum!
Una loca e inútil prisa, porque siempre llegaba retrasado al colegio…
DESDE LA CIUDAD DE LOS BALCONES EN EL AIRE SE PUEDE VER: