Pero en mi ciudad actual, la existencia no es siempre triste si reparamos en el indescriptible refinamiento de los gatos de Lima. Claro que la realidad gatuna también ha sufrido un duro golpe.
Al indagar en el escaparate de la farmacia de la esquina del Jr. de la Unión y el portal de Zela, me clava en el sitio la decepción de no ver al gato que años tras años, allí se exhibió hermético, con aplomo de sultán, ovillado y durmiendo a pierna suelta, concediendo letárgicas miradas al trajín humano. Siempre amodorrado, ronroneando de narcisismo, echado de panza, consciente de la admiración que producía en quienes se sobreparaban a contemplar boquiabiertos aquel privilegio inusitado que de golpe les revelaba su inferioridad humana.
El gato de la farmacia encerrado en la vidriera, bostezando cual divinidad en el tempo de Busbatis, ese gato persa de pupilas asiáticas, bien comido y aislado del mundo por el vidrio protector, fue una lección diaria de parsimonia: su código de valores era tan majestuoso y sucinto, que se limitaba a dormitar y desentenderse del trajín y de los efectos que su despótica ociosidad electrizante despertaba en la multitud…
Entonces Lima también fue electrizante y hermosa, toda leonada como un tapiz mágico en invierno; y aquel gato venía como anillo al dedo.
Cuando uno necesitaba de su mirada al pasar delante de la vidriera, todas las ideas perversas se diluían como una charca súbitamente evaporada por el rayo de sus ojos y nos incorporábamos al torrente de la vida.
Conmovido por aquella ausencia seguí de largo por el jirón de la Unión para recuperar otras motivaciones palmo a palmo y comprobar la realidad perenne de la ciudad.
DESDE LA CIUDAD DE LOS BALCONES EN EL AIRE SE PUEDE VER: